LA NUEVA CULTURA


Conferencia (versión textual) de Osvaldo Vergara Bertiche
en el Círculo de la Prensa de Rosario el 7 de Noviembre de 2003

Análisis, Cuadernos de Divulgación, Declarados de Interés por la Municipalidad de Rosario, Decreto 11.083 del 30 de Noviembre de 1995, es un emprendimiento cultural-educativo llevado adelante por la Señora Olga Nora Mansilla y quién les habla, y que sirve para intentar, no una utopía frustante, sino una alternativa de debate capaz de revalorizar conceptos y coadyuvar a salir de la parálisis, de la crisis y por ende del analfabetismo cultural, a amplios sectores de la población, especialmente las jóvenes generaciones ganadas, como lo señalara un articulista en un matutino local, por el «pa’ que» y el «ma’ si».
Sabemos que somos un pequeño aporte, un grano de arena en la inmensidad de la playa de desembarco de ideas que no son las nuestras, pero lo hacemos con el entusiasmo de saber que, como dijera Athaualpa Yupanqui, la arena es un puñadito... pero hay montañas de arena, o como aquel viejo paisano que señalaba con justa razón que hasta el pelo más delgado hace sombra en el suelo.
Este Ciclo, tiene un verdadero broche de oro; el realizarlo en esta ya casi centenaria y prestigiosa Institución de nuestra Ciudad: el Círculo de la Prensa, debido al interés puesto de manifiesto por sus Autoridades, a quienes agradecemos el habernos cedido este espacio.
Estas Jornadas destinadas a abordar distintas facetas de la temática Cultura y Nación entraña desafíos constantes; el primero de ellos, encontrar un público, como el de hoy, atento y dispuesto a comprender, en su cabal dimensión, la necesidad y urgencia de producir en nuestra Patria una profunda y auténtica revolución cultural; el segundo desafío y quizás el más difícil, encontrar los mecanismos idóneos para producirla, toda vez que la conquista de espacios se ve saturada de escollos colocados por los interesados en no cambiar nada o por los gatopardistas de todo pelaje.
La palabra latina cultura se relaciona etimológicamente con el verbo cultivar. En sentido estricto se cultiva la tierra, y en sentido figurado se cultiva el gusto, la inteligencia, el cuerpo. Una tradición de siglos asoció simplemente la cultura al cultivo del saber y de la sensibilidad estética. Pero es a partir de la segunda mitad del Siglo XIX, donde antropólogos, etnólogos y sociólogos comienzan a difundir que cultura es el conjunto de todos los rasgos de carácter social - no biológicos - que caracterizan a una comunidad.
Es el antropólogo británico Burnett Tylor quien en 1871 señala que «cultura es esa compleja totalidad que incluye el conocimiento, el credo, el arte, la moral, el derecho, la costumbre y otros hábitos y cualidades adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad».
A partir de allí la cultura de una comunidad comprende no sólo sus obras de arte, sus sistemas científicos y filosóficos, sino también sus creencias, sus ritos, sus reglas de parentesco, sus modalidades de saludos, sus diversiones, sus jerarquías, sus regímenes de alimentación, su vestimenta, sus supersticiones, sus maneras de cumplir y eludir la ley y hasta sus formas de caminar y de reír.
Y a toda cultura, en términos generales, se le plantea una cuestión de supervivencia a partir del asalto a que es sometida, perfectamente meditado, y que conlleva un nombre propio: contracultura.
No nos hacemos cargo de tesis conspiracionales para explicar determinados procesos históricos, pero sí entendemos que diversos fenómenos, provenientes de causas muy dispares, configuran la mayor amenaza que se cierne sobre la cultura: la instalación de la contracultura como nueva cultura.
Es la contracultura el conjunto de movimientos, ideas y acciones de significación social cuya expansión se opone a los valores consagrados por la sociedad, se opone a la tradición artística, científica y filosófica, se opone a lo trascendente, se opone en definitiva a lo cotidiano y a las costumbres que permitieron las grandes realizaciones.
Estamos llamando contracultura a una actitud que posee, entre otras características, socavar, negar e ignorar el valor de nuestra cultura. De nuestra cultura. Esa que fuimos conformando entre indios, españoles, negros esclavizados, criollos e inmigrantes de todas partes del mundo. Esa cultura que sumó; y todo lo que suma multiplica.
En la historia de la humanidad, la contracultura muchas veces se manifestó violentamente, diríamos casi como invasión depredatoria. Desde siempre hubo una suerte de orgía anticultural, expresada brillantemente en la novela de Ray Bradbury. Siempre se quemaron libros.
Pero la mayor de las felonías anticulturales se ha dado toda vez que intelectuales, científicos, artistas, docentes y dirigentes sociales han sufrido el oprobio de la censura y el escándalo de la persecución y la muerte.
También existe un fenómeno pacífico de la contracultura. No tan feroz, pero sí más peligroso, porque suele ser menos visible y menos identificable.
Las actitudes individuales de inclinación en favor de una u otra manifestación de arte, de pseudo arte, o de cualquier otra expresión, por más primarias o torpes que sean, no constituyen un hecho contracultural. Los gustos de algunas personas pueden parecernos pobres, ridículos o abominables, pero esos gustos en sí mismos no son contraculturales. La contracultura aparece cuando gustos, usos, costumbres y pensamientos se oponen a los grandes valores de la cultura. El principal peligro de la contracultura es el cercenamiento de las raíces que nos unen.
La contracultura se infiltra en cada momento de nuestra vida. Quiebra, muchas veces, la débil resistencia de los adultos y hacen del mundo de los niños y de los adolescentes una fácil presa. La contracultura golpea siempre en el embrión de la sociedad.
Y no es casual entonces, que la contracultura alcanza su culminación en la contrapedagogía, o sea el conjunto de ideas que en forma directa o indirecta contribuyen al debilitamiento de la función primordial de la pedagogía, que es transmitir el saber, transmitir la cultura y los mecanismos que hacen posible su permanente renovación en un solo sentido: otorgar mayor calidad de vida y elevación del espíritu.
Don Arturo Jauretche simplificaba esta explicación llamándola simplemente Colonización Pedagógica.
Ahora bien, el tema más delicado e importante de la problemática cultural es sin duda el de la cuestión nacional.
Está escrito aquello de que «la riqueza de las naciones depende de su cultura» y que «la cultura valoriza al hombre y el hombre valoriza todo lo demás» y también que «la unidad nacional se funda en una cultura compartida». Con toda seguridad que en letras de molde se señala que «la desigualdad cultural es la madre de la desigualdad social y económica». Y como corolario encontraríamos la síntesis: CULTURA ES ÉTICA. Y la ética es indispensable para superar la decadencia y la recesión.
Se habla de nación, nacionalismo, sentimiento nacional, ser nacional. Se realizan elucubraciones sobre su significado. Pero en definitiva todas estas expresiones encierran como concepto una aventura en común, con alegrías, riesgos y pesares compartidos. Nación, nacionalismo, sentimiento nacional, ser nacional, son expresiones de importantes lazos de solidaridad, de intereses y de comunicación. Y toda Nación y específicamente la nuestra, cuenta con su patrimonio cultural que es parte fundamental de las manifestaciones que el hombre en comunidad fue generando en continua interacción vital con su circunstancia.
La conservación de ese patrimonio tiene sentido en función de la calidad de vida del hombre actual y de las generaciones venideras. Asimismo, ante el fenómeno de la globalización, se genera la necesidad de fortalecer la conciencia cultural de los argentinos, así el patrimonio aparece resignificado como factor de unidad entre nosotros.
El rescate del patrimonio posibilita el reencuentro de la persona con su historia personal y colectiva, el acercamiento a sus raíces, la posibilidad de recordar, recrear y de conmoverse con lo que le resulta familiar o cercano. Este capital que proviene del pasado contribuye a mejorar la calidad de vida comunitaria presente, por lo que la dimensión social de la persona se desarrollará cuantitativa y cualitativamente. Las diferentes manifestaciones del arte y la arquitectura, como así también las fiestas, música y bailes populares, las formas de cultivar la tierra y los oficios tradicionales, las artesanías o las antiguas recetas gastronómicas y medicinales transmitidas por las distintas generaciones constituyen la base del valioso patrimonio nacional.
El reconocimiento y valoración de ese patrimonio, recurso elemental con el que cuenta la sociedad, será la base para diseñar futuros programas y proyectos que lo conviertan en eje del desarrollo. Es a partir del proyecto Cultural sustentado en ese patrimonio con el que construiremos una nueva Nación.
Y contra la contracultura impuesta, contra la colonización pedagógica, es que convocamos a esa Revolución Cultural necesaria, profunda e impostergable. Deben participar los mejores talentos y su difusión debe apoyarse en la mejor tecnología a nuestro alcance. La Argentina podrá liderar otra gesta libertadora en la América del Sur sobre la base del ejemplo de su propia transformación.
Vivimos hoy en una democracia plena de imperfecciones pero con un Pueblo seguro y firme en la defensa de sus derechos políticos. Sin embargo se carece de la capacidad necesaria para ejercerlos correctamente, condición sin la cual ninguna democracia puede prosperar. La democracia es un sistema político exigente en los niveles culturales de la población ya que es el gran elector y árbitro final de toda divergencia. De ahí que el único camino sea el de la capacitación constante del Pueblo. De ahí que surge inexorablemente la urgencia de la Revolución Cultural.
La que pregonamos exige la modificación de ideas, sentimientos, hábitos y costumbres que se han impuesto a contrapelo de nuestras mejores tradiciones. La conciencia de su necesidad no se ha generalizado, pero la profundización de la crisis de los últimos años y las terribles consecuencias sociales, más lo nuevos vientos que soplan impulsarán el cambio. El sentido del cambio no está escrito y se hará en el andar de neustro presente.
La Argentina que nos ha tocado vivir, la del Siglo XX, sufrió un proceso de verdadera decadencia.
El formidable progreso económico de la segunda mitad del Siglo XIX y primeras décadas del XX, resultó del proyecto nacional de la Organización, republicano y aristocratizante, conducido por una minoría ilustrada, con ideas liberales en materia política y económica y construido sobre una estructura social desigual e injusta que provenía de la Colonia.
Este proyecto en su carácter nacional estaba impulsado y definido por una temática clara: la organización de la Nación y del Estado, la ocupación efectiva de todo el territorio, la solución de los grandes problemas como el de la navegación de los ríos, la nacionalización de las rentas de aduana, la formación de las Fuerzas Armadas, la federalización de Buenos Aires y la sanción de la legislación de fondo.
En ese proyecto se instalaba la igualdad política y jurídica de toda la población como resultado de la legislación civil, comercial, procesal y penal dictada. Se innovaba profundamente sobre la Colonia, fundada en las encomiendas, la esclavitud y los fueros personales. Así se aprueba la legislación electoral más avanzada de su época. Pero la igualdad jurídica y política no equivale a igualdad social y económica y esta desigualdad originaría la derrota de ese proyecto.
En el orden social lo trascendente fue el cambio operado por la inmigración. La antigua sociedad, conformada por dos estratos perfectamente diferenciados, se convirtió en una nueva dividida en tres segmentos.
La inmigración fue la que desde el principio comenzó a competir para ocupar posiciones en el comercio, la industria y la agricultura, por encima de la condición de aparcería en la que se había iniciado. Estas exigencias de la inmigración eran resultado de su incorporación a los principios de la Constitución Argentina.
La segunda transformación se produce a mediados del Siglo XX y fue quizás la más importante, ya que implicó la abrupta aparición del elemento mestizo como sector social predominante, debidamente organizado y concientizado sobre sus derechos y su fuerza y con la clara determinación de ejercerlos.
Este sector traía una impronta cultural diferente a la de la inmigración; tenían trescientos años de historia en América compartida con la clase criolla.
Eran los descendientes de los hijos de la tierra, de los pobladores de la inmensa campaña hasta la generalización del alambrado, de los soldados de la Independencia, de la montonera, de los gauchos. A diferencia de los indios, no conocieron la esclavitud ni la encomienda, la mita o el yanaconazgo, pero tampoco habían tenido acceso a la función pública ni tan siquiera en los Cabildos, como tampoco habían participado en el comercio, las profesiones o la educación; es decir que poseían un status claramente inferior a la de los criollos (hijos de españoles).
En el Siglo XX eran los trabajadores del campo, los pobladores de los suburbios pobres de las grandes ciudades, los trabajadores de los ingenios, de la industria frigorífica, y en general eran los proveedores de la mano de obra no calificada o de escasa calificación.
Trajeron el predominio del folclore y en un principio se aliaron a los grupos intelectuales más tradicionalistas, de la antigua tradición española, antiliberal y revisionista de la historia oficial, que ejerció en un principio una suerte de conducción consentida, pero después se afirmaron en sus propios representantes.
Estos grupos se movilizaron según sus puntos de vista contra una Argentina oligárquica, latifundista, aliada a los capitales extranjeros, usufructuaria de altas rentas, con formas de vida lujosa, afrancesada y anglicanizada en sus gustos y maneras.
Sin duda alguna fue un movimiento auténticamente argentino, no marxista, lo que hace que muchos intelectuales «progresistas» de esos tiempos no entendieran este fenómeno, que por otra parte ya lleva más de cincuenta años de existencia y permanencia decisiva en los avatares de la Nación.
Fue lo que Scalabrini Ortiz llamó «el subsuelo de la Patria sublevado».
Pero en la segunda mitad del Siglo XX el problema de la inmigración desapareció, sus descendientes ocuparon todos los lugares que podían ocupar y ya no ingresaron nuevos grupos provenientes de Europa. Con sorpresa comenzamos a observar y padecer que la Argentina ya no es uno de los países más ricos.
Al mismo tiempo los planteos tradicionales de los sectores obreros en cuanto a sus conquistas fueron superados por la economía de mercado, aprendiendo no sin dolores que la prevalencia política no es suficiente para disponer de empleo y altos salarios, ni tampoco es garantía de igualdad social, por el contrario, bajos salarios y desigualdad es lo que se ha acentuado.
Los problemas son la desocupación y el subempleo, la caída de los ingresos y la exclusión social, el achicamiento del mercado y la pérdida de la pequeña y mediana empresa, sumada a la insolvencia del Estado frente a sus proveedores, acreedores, empleados y toda la clase pasiva dependiente del sistema de seguridad social.
Hoy volvemos a pensar el país. Un nuevo proyecto nacional es viable. Es el único recurso para integrar y mejorar a todos los sectores y como condición para el funcionamiento correcto de la democracia.
Es necesario, entonces, una Revolución Cultural, que multiplique la capacidad del mayor capital que tiene la Nación, su Pueblo, para que este multiplique los demás factores.
Al jerarquizarse los objetivos, se jerarquizará la política, la clase dirigente y toda la sociedad.
El espíritu de la Nación necesita una gran convocatoria, única, que puede despertar sus fibras heróicas.
Se insiste siempre, fundamentalmente en ciertos foros, en ciertas tertulias de cierto trasnochado intelectualismo, que no tenemos identidad. Se alude al hecho de nuestra juventud como pueblo y a las enormes corrientes inmigratorias sumada a los exterminios perpetrados contra aborígenes y negros en las distintas etapas de conformación y consolidación tanto de América en general y de Argentina en particular.
Pero no es así. Tenemos identidad. Identidad que se expresa no sólo en nuestro idioma hablado con la incorporación del vos y el tomá y del riquísimo lunfardo amasado con la influencia italiana y española, sino también por esa idiosincrasia que oscila entre el asado y la melancolía, entre la improvisación creativa y la fuga, entre premios Nobel y corruptos. Nuestra identidad surge justamente del elemento más utilizado para negarla: las distintas simientes que engendraron a los argentinos de hoy.
Nuestro país es disímil y variado tanto en lo geográfico y social, como en los orígenes mismos de las civilizaciones regionales. Poco parecen tener que ver los santiagueños, con fuertes raíces quichuas y colonizados por jesuítas munidos de cruces, arpas, violines y vihuelas, con los rionegrinos con abuelos mapuches. Ni hablar del ciudadano de nuestras grandes ciudades. Sin embargo y por encima de cuestiones políticas, sociales y económicas, existen ciertas cuerdas que vibran estimuladas por todos o casi todos nostros.
La contracultura en la Argentina no es novedosa, ni producto de la post-postmodernidad; sin ir más lejos, el almanaque nos brinda ciertas fechas precisas que significaron un cambio no sólo de signo político, sino de la aparición de una nueva cultura política, la de la espada, con la secuela por todos conocida: Setiembre de 1930 y de 1955.
Y en Junio de 1966, con la aparición del Onganiato, comienza la verdadera construcción de la contracultura, Bernardo Neustad y Mariano Grondona mediante. No sólo la Noche de los Bastones Largos en las Universidades, sino por ejemplo, sacar los bancos de los subterráneos de Buenos Aires para eliminar así el vagabundeo, la desaparición de EUDEBA y el cierre de galerías y muestras de arte por su connotación subversiva.
Y más acá en el tiempo, el 24 de Marzo de 1976, es el momento culminante de la derrota estratégica del pueblo argentino. Derrota estratégica, porque aún hoy después de 27 años, no hemos podido salir victoriosos; no sólo nos sigue pesando muertos y desaparecidos, sino la pérdida de la cultura del trabajo y la incorporación de la cultura de la especulación, apoyada en célebres frases que en muchos se hicieron carne: no te metás y por algo será.
Sumado a todo esto, la Década del ‘90 y la aplicación de un modelo neoliberal a ultranza que nos hundió y nos llevó a los límites: estuvimos al borde de la desintegración de la Nación y se llevó a inmensos sectores de nuestro pueblo a la marginalidad social, económica y cultural.
Este último modelo económico-social, profundizado desde Martínez de Hoz, ha determinado una cultura que debemos desterrar.
Entonces, el contenido de la Revolución Cultural debe partir de un conocimiento previo de esta otra cultura que debemos eliminar; cultura que se encuentra en la idiosincracia de muchos de los argentinos.
Es evidente que en nosotros existen valores positivos y también negativos.
Entre los primeros podemos señalar el sentido de la libertad y de la igualdad, de la familia, el propósito de mejoramiento, la religiosidad, el sentido de la democracia y la tolerancia.
Entre los segundos se observa el desconocimiento de la escasez, el no reconocimiento que se acabó el país rico, la desvalorización del tiempo, la resistencia a la jerarquía, escaso sentido de responsabilidad, la falta de asimilación del lucro lógico y del cálculo ecónomico, un cierto grado de fatalismo, un insuficiente respeto de la propiedad pública y privada, el resentimiento y el desprecio, la poca aplicación de métodos experimentales, insuficiente solidaridad, rasgos de espíritu faccioso y falta de compromiso. Y si a todo esto se le agrega el incumplimiento de principios éticos que ordenan las conductas, tanto en el orden individual como colectivo, la situación puede considerarse de gravedad.
La incorporación de este reconocimiento y de la necesidad de modificar hábitos y costumbres se debe producir en todos los estratos sociales, desde los más humildes a los más encumbrados. No es suficiente difundirlo en el campo universitario o académico, debe generarse el debate en el seno mismo de la sociedad.
Ahora bien, la circunstancia de que los argentinos tengamos que corregir atrasos y deformaciones culturales, tecnológicas y económicas, no debe llevarnos al error de creer que se deben corregir otros aspectos de nuestra formación cultural, que hacen a nuestra idiosincrasia, a la historia, y a la conservación de valores fundamentales, por el contrario mantener nuestra identidad y conservar la autoestima y una sociabilidad grata a nuestros sentimientos y convicciones es el camino a seguir.
Esta convocatoria a producir una revolución Cultural permitirá iniciar un nuevo período en la historia argentina porque la Nación estará culturalmente preparada para ser eficiente en todo sentido, con un fuerte sentido ético y en aptitud para participar con altos dividendos entre los pueblos, logrando así y solamente así la grandeza de la Patria y el bienestar del Pueblo.